Grammar and Composition for Heritage Learners

El abuelo inmortal

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trapoLos pequeños dioses querían darles vida a sus muñecos.  Los metieron en una gran caja y marcharon con ellos en fila india a la cocina.

–No– dijo la abuela.  –Nacerá el amor y poblarán la tierra.  Con el tiempo no habrá sitio para nadie.  Lo destruirán todo.  Sembrarán el desorden.  Todo está bien ahora, tal como está.

Los pequeños dioses pusieron caras de tristeza.   Tal parecía que se iban a echar a llorar.

–No insistan–  regañó la abuela.    Los pequeños dioses callaron y recogieron su caja de juguetes.  Entre todos la fueron empujando dejando una estela de aserrín en la cocina.

Una vez en su cuarto, se sumieron en silencio, cada uno en su esquina favorita.  Acariciaban a sus muñecos y los acurrucaban en sus brazos.

–¿Y si los sacamos de la tierra, según se van poniendo viejos?– propuso la más pequeña.  Sus hermanos la miraron con horror.  –Así los podemos ir recogiendo uno a uno y podemos poner otros…– insistió ella.

Al poco rato regresaron con su caja a la cocina.  –Abuela, hemos decidido que podemos limitar cuántos hombres viven en la tierra si los vamos sacando según se van poniendo viejos.

–¡Ah! la muerte– suspiró la abuela.  Los pequeños dioses observaban los ladrillos del suelo.  Contaban una a una las filas que iban del horno a los armarios donde la abuela guardaba el pan y los frijoles.   –¿y cómo van a morir los muñecos?–  Eso no lo habían pensado.  Los metieron otra vez en la caja e iban a salir de la cocina, cuando el abuelo bajó lentamente el periódico, descruzó las piernas y se dedicó a doblar con mucho cuidado las inmensas hojas de papel pintado.

–A ver, niños,  ¿y si los hombres mismos escogen?–  Los pequeños dioses miraron al abuelo con curiosidad.   –Pueden elegir, antes de nacer, cómo van a vivir y dónde morirán.

–Para poder nacer hay que estar dispuesto a morir– dijo el mayor como si se le hubiera ocurrido a él La Gran Verdad en aquel mismo instante.

–Exactamente– comentó el abuelo.

La abuela lo miró y arqueó las cejas.  Los dioses volvieron a ella sus miradas y se pararon en fila india otra vez frente a ella con su inmensa caja llena de muñecos.  –Abuela, por favor.

–Bueno.  Ya oyeron al abuelo.– Los pequeños dioses salieron corriendo de la cocina dando gritos de alegría, arrastrando su inmensa caja con un ruido de siglos.

Cuando hubo silencio en la cocina la abuela se dirigió al abuelo con una mueca de reproche en los labios y una taza de café con leche.  –¿Por qué lo hiciste?  Tú sabes lo que va a pasar.

–Sí.   Les rogarán, rezarán, les pedirán un año más, un mes, un día.  “…unas horas para poder ver a mis hijos otra vez.”  “Aquí no, no en esta soledad.”  “A mí no, por favor, a mi vecino que es él quien tiene el cáncer…”  Ya lo sé.

–Los has atado al hombre.

–De alguna forma tenían que convertirse en grandes dioses.

–Ahora dirás que lo tenías todo “fríamente calculado”.

–No tan fríamente.

 

 


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