Grammar and Composition for Heritage Learners

La flor del cardo

versión para imprimir

cardoUna vez al año a la abuela le entraba la furia.  Aquello no tenía fecha, ocurría sin prólogo ni pronóstico.  Ni si quiera el abuelo podía predecirlo.  Antes de salir el sol ya se oían sus pasos por el desván, arrastrando baúles y abriendo ventanas.  Las bolsas con los trapos viejos y los deshechos salían volando por las ventanas e iban a parar a las piedras del jardín con un ruido sordo que rebotaba por las paredes.  El olor a cedro, a pino, a cera y aceite de pulir se iba esparciendo por la casa.  Ya viene, iba pensando la gente, mientras las pisadas de la abuela y su abrir y cerrar de puertas de gavetas y cajones se acercaba.

No perdonaba nada.  Todo lo escudriñaba.  Si no servía para nada, si hacía tiempo que no se usaba, si no le servía a nadie y no se había guardado para conmemorar un evento muy importante, pasaba a la bolsa de los despojos y de allí al jardín de donde lo sacarían esa misma tarde los basureros para llevárselo todo al crematorio.  No había manera de convencerla una vez sentenciaba algo al desecho.  Y eso tiene que haber sido lo que pasó con los cardos.

En el segundo piso, al final del pasillo, había un armario alto y largo que alguna vez había servido para guardar escobas y estropajos.  La abuela se acercó a él registrando en el bolsillo derecho de su delantal.  Sacó un manojo de llaves, las sacudió y las fue estudiando todas una por una.  Luego se metió la otra mano en el bolsillo izquierdo y así estaba, mirándose las manos llenas de llaves cuando acertó a pasar uno de los pequeños dioses camino al baño, desgreñado, medio ciego, recién despertado.  –Abuela—dijo, –¿otra vez de limpieza?

–Buenos días, hijo— le respondió la abuela sin mirarlo.  El pequeño dios se paró a su lado y se quedó mirando con ella la puerta cerrada del misterioso armario.  Escobas, pensaba la abuela.  Escobas sucias, viejas, que debían haberse tirado a la basura hace siglos.  Criadero de ratas y salamandras.  Así iba pensando la abuela.  El pequeño dios no pensaba.

–¿Y aquí que hay?–  La voz del abuelo los trajo a todos a la realidad.

–Pues no estoy segura—contestó la abuela –y eso precisamente es el problema.  Tampoco puedo abrir la puerta.

–¿Y está cerrada?—preguntó el abuelo mientras se acercaba.   Ellos se echaron a un lado, y él puso su mano sobre la manilla que dio vueltas sin ofrecer ninguna resistencia.

La puerta se abrió de par en par y por allí entró el resplandor cegador de una tarde de sol a 700 metros.  Un riachuelo corría ruidoso entre pedruscos al fondo de una cañón cortado hacía millones de años en lo que ahora era una meseta árida y polvorienta, rodeada de montes calizos que se desboronaban en columnas y cuevas.  El cielo que lo tapaba no tenía una sola nube, era tan claro que no parecía tener ni aire.  Era azul como las plumas más frágiles del ave del paraíso, como las profundidades más limpias del mar, azul como esperar el amor con alegría.  En los montes crecían pinos, eucaliptos y zarzamoras y todos se deshacían en olores con el calor del día.  Y al borde del cañón, por los lados del río, a la orilla del camino, entre los montes, en la boca de las cuevas, por cada esquina y entre todas las piedras, se habían regado unas plantas enormes, largas como escobas, de hojas grises y verde oscuro, plantas orgullosas, prepotentes, arrogantes, plantas con complejo de lanzas, plantas guerreras.

–¡Señor!—dijo la abuela.  El abuelo frunció el entrecejo.  El pequeño dios dio un salto atrás.

–¿Cuánto tiempo hacía que no se abría esta puerta?

La abuela suspiró.  Arrastró un inmenso saco hasta que la tuvo en buen lugar y empezó a arrancar cardos.   El pequeño dios se escurrió por el pasillo y siguió camino al baño no fueran a ponerlo a trabajar.  El abuelo, que ahora consideraba su trabajo terminado, dio media vuelta y se fue a leer el periódico a su sillón.

La abuela trabajó largo rato; era una mujer fuerte.  Llenó el saco tanto que tuvo que apisonarlo para hacerle lugar al último puñado de cardos.  Cuando estuvo bien lleno, lo ató con fuerza y lo llevó a la ventana.  Pesaba.  La abuela levantó el saco abultado, lo balanceó en el dintel hasta asegurarse que no había nadie debajo de la ventana y lo dejó caer.  El saco lleno de cardos voló por los aires, pasó el tercer piso, el segundo, el primero, y fue a dar contra las piedras del jardín causando una explosión monumental.

Desde la ventana del tercer piso, la abuela había seguido la trayectoria del saco de cardos y pudo ver cómo explotaba, cómo se deshacía y cómo escapaba de él una nube escarlata.  –¡No!—gritó al darse cuenta de lo que había ocurrido, pero ya era tarde.  El cardo florecido escapaba en el viento.  Sus flores se esparcían por los cuatro puntos cardinales.   Livianas como plumas, ligeras como un mal pensamiento, huían del fuego y la muerte en busca de algún cauce arcilloso, algún desfiladero calizo, pedregoso y seco donde echar su semilla y volver a nacer, plantas espinosas, adustas, austeras, sin belleza para el que no conoce su corazón blando y generoso.  En su sillón el abuelo cerró el periódico, se lo colocó sobre la cara y se hizo el dormido.


Leave a comment