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Mi sombra

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por Ana Loeza

Si hay una cosa que por siempre recordaré de mi estancia en México tendría que ser la cena.  En mi familia la cena se sirve a las 7 de la noche y consiste del recalentado de la comida acompañado de jugos naturales (papaya, guayaba, fresa y demás) o la típica coca cola.  Como la cena usualmente se prolonga a una hora, una taza de café nescafe, chocolate abuelita, maicena de coco, avena o arroz con leche es necesaria.  Pero claro, como decía mi abuelita, “el café no baja bien sin pan”, así que, bueno, la taza iba acompañada de pan.  Y para todos aquellos que no han probado los ya tradicionales panes como las conchas, los cuernitos, los puerquitos, los elotes, entre muchos otros, quiero que sepan que se están perdiendo algo exquisito, especialmente si es pan hecho en brazas.

Cuando era pequeña y tenia 6 años, mamá me mandaba a la tienda a comprar el pan.  Era la hora que yo más odiaba, pues era justo cuando el sol desaparecía.  Con toda intención, me la pasaba en la plaza y regresaba tarde con mis amigas, para no tener que ir a comprar el pan sola.  Pero todo fallaba.  Mamá nunca mandaba a mi hermano.  Siempre esperaba por mí, para darme el dinero y decirme cuántos y qué tipo de panes quería que comprara. Para mi mala suerte, siempre era justo cuando el cielo estaba tenebrosamente gris.  Cuando no tenía a mamá vigilándome desde la puerta de la casa, mi cuerpo se tensaba y automáticamente trataba de opacar mi miedo de ser perseguida por aquella pequeña pero a la vez gigante luna gris, cantando o contando números en mi mente. Agigantaba mis pasos, tratando de llegar a la tienda en menos de 30 segundos contados rapidito.  Corría por la banqueta, con el propósito de que los árboles o el techo de las casas cubrieran mi cabeza.  Mi mirada siempre fija en la tienda, mi objetivo.  Odiaba voltear hacia atrás o hacia arriba.  Pero por más que trataba, era imposible omitir mi visión periférica que percibía obscuridad a mis espaldas. No tenia que verla, para saber que estaba ahí, siempre atrás de mi, persiguiéndome cuando iba y regresaba de la tienda.  Aun no recuerdo cómo dejé de temerle.  Creo que entre más noche era, menos pavor le tenía, pues era mi luz en la oscuridad.  Ya noche noche, solo temía que un perro saliera de una casa.  Ya de adulta, me causa gracia el gran pavor que le tenía a la luna. No cabe duda que la infancia puede ser traumante.

 


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